ARTXANDA

Esta mañana la enésima estación del deporte escolar encaminaba hacia Artxanda. Ascensión en funicular rodeados de un turisteo, al que la guía del trotamundos marca su próximo destino.

Cuesta creer que lo que ahora es un parque temático del abandono hostelero fuese, hace menos de cincuenta años, el pulmón de Bilbao.

Aun resisten como Negrín, en los estertores de la segunda república, un restaurante de alcurnia, como el Txakoli de Maite, el desvencijado y viejuno Antón, que atufa a alcanfor, y un par de txakolindegis, Ballano y Simón, desperdigados por sus faldas.

A mí, que en Gernika había tenido pulmón verde para aburrirme, Artxanda no me decía demasiado. No le pille el punto hasta que, ya imbuido de bilbainismo practicante, comencé a frecuentarlo, en los primeros pasos de mis infantes.

Me imagino que el encantamiento tendría algo que ver con mi querencia por las devociones  perdedoras, caso de la zarzuela, los toros o el boxeo por poner un puñado de ejemplos de religiones que profeso.

Y es que, para cuando nuestros caminos se cruzaron, Artxanda ya hedía a derrota por los cuatro costados. Lo que le había convertido en cobijo de sexagenarios, románticos de la zona, novietes sin tálamo en el que conocerse, padres incompetentes, gremio al que  pertenecía, o latinoamericanos, acostumbrados desde la cuna a buscar oxígeno en las alturas de sus ciudades.

Como corazón el funicular, bombeando su riego humano con la cadencia invariable del cuarto de hora. El hormigueo fugaz de los viajeros o, en el mejor de los casos de los usuarios del polideportivo, que, en un instante, se desperdigan para volver a dejar presidir al silencio.

Me bastaba un paseo por sus adentros para intuir su gastado poderío. Lo que otrora fueron salones de eventos preñados de oropel se presentaban como destartaladas ruinas de hormigón, a los que habían robado, junto con todo lo que hubiera de valor, el alma, si algún día es que la tuvieron.

Caminos angostos que llevaban a la nada, columpios infantiles descompuestos que se levantaban en una piscina de barro, antiguas zonas verdes a las que la desidia había convertido en tierra de brezo. Bancadas sin asiento, pintadas en las paredes de negocios que sepultaron las ilusiones de algún ingenuo que apostó por la recuperación de la zona y se dejó la cartera en el envite.

Pero, sobre todas las cosas, me quedo con la "Churrería La Ideal", cuya foto corona a este post. A pesar de los pesares, y sin dejarse arrumbar por la tiranía de la modernidad, mantiene intacto su donaire. Me apasiona que el matrimonio que la regenta eche un pulso a la sociedad de la información, de las redes sociales, los selfies y perceptores de mamandurrias con la fabricación artesanal de churros, de a cuatro euros la docena, y el menudeo de snacks y golosinas. Representa una peineta a la modernidad que, en estos días, se me antoja mágica.

Desconozco lo que durará esa estampa atávica. Me imagino que dependerá de la salud de la pareja y de su capacidad de continuar soportando un mundo en el que los niños ya no se emocionan al degustar el dulzor de los churros o la frescura de los helados. Un orbe que, cada vez les resultará más ajeno y que combaten tomando el airecillo en las dos sillas de playa en las que esperan a los, cada vez más escasos clientes, siempre entretenidos por el rumor del transistor.

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Acerca de Asier Guezuraga Asier Guezuraga Ugalde, nació en Busturia el 9/4/1972. Pasó su juventud en pleno corazón de la Bizkaia profunda, la villa de Gernika, de cuyos recuerdos se nutre este blog. Taurino irredento, hace compatible su odio al fútbol moderno siendo hooligan del Gernika Club, el mejor equipo del mundo hasta que alguien demuestre lo contrario, Juntaletras de novela negra con dos novelas publicadas, apasionado del baloncesto, cocinillas y sobre todas las cosas, muy frikie.
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