Hay días en los que, al guarecerte en tu casa al final de la jornada, no más sueñas con una gran bañera humeante donde bucear hasta encontrar flotando un pedacito de amnesia o un cuerpo que te espere en silencio y sin formular preguntas incómodas.
Son momentos en los que el peso que acumulas en tu alma tira de ti hacia el hastío vital y no te queda ni esa última esperanza. La que estilan, antes de terminar desplumados, los jugadores de póquer cuando llevan toda la partida perdiendo y vislumbran, al fin, la oportunidad de ganar algo, aunque sea haciendo trampas.
Ocurre cuando las ilusiones se te van escapando por el sumidero al verte incapaz de encajar las piezas de un puzle, que te parece cada vez más grotesco cuando compruebas que ajustan a todos menos a ti.
Y la insatisfacción vital por sentirte ayuno de sueños se transmite hasta tus artejos, a los que descubres plañiendo, cuando reclaman que les ofrezcas al menos una noche en la que sean ellos, y no algún hijoputa o las circunstancias, quienes puedan decidir la jugada.
Tocan a rebato. A camuflar aquello que realmente te ha preocupado cuerpo y alma e ir avanzando despaciosamente hacia una existencia sosegada en la que no se te descosan las costuras.
Revestirte con una casi despectiva media sonrisa para que nadie se malicie de tu necesidad de olvidar.
En esos momentos, sólo te queda por fijar el bagaje que incluir en el hatillo para este trasunto vital. Cuestión mollar el decidirá quien te acompaña. Que abrazar de madrugada no es cuestión baladí y sirve para disipar dudas y enfilar la puerta del paraíso, aunque sea la trasera.