La superficie de la corteza de su pan, al igual que ocurría con los contornos de su vida parecía un paisaje ondulado en el que, sobre la superficie, aparecía espolvoreada la harina derramada en todos aquellos inevitables accidentes del transcurrir del tiempo.
Amasándolo al despertar cada mañana no guardaba fosas insondables donde habitaran monstruos desconocidos, ni cavernas llenas de huesos y murciélagos, ni montañas heladas e inaccesibles cuya misma evidencia fuera su misterio.
Levaba el pan con su seguridad. Construida sobre el suelo lechoso de una intuición que a veces le hacia recolectar una cosecha de dudas donde solo existían certezas y, muchas otras, anticipar el hallazgo del sufrimiento cuando solo son los escozores de los forceps de la pasión.
Y lo horneaba con esa asertividad cuyo percutor accionaba antes de que se le engrasara el racional del pensamiento. Te lo espetaba a quemarropa. Te gustara o no. Que para eso a ella no le gustaba aquel que no comiera pan o el que separara la miga de la corteza.
De un bocado, como a ella le gustaba comerse la vida. Aunque al final, le gustara que siempre hubiera alguien limpiando de migas su regazo.