HELADOS

Los primeros helados de mi infancia, excepción hecha de algún infame cucurucho previo, fueron los cortes. Tu madre, ya entrado el verano, que para algo en aquellos tiempos se trataba de un artículo de lujo y absolutamente estacional, compraba la barra de helado y unos barquillos, que enseguida se quedaban rancios, dentro de un envoltorio trasparente. En nuestra casa, como no era fácil encontrarlo en el ultramarino de la esquina, solíamos asaltar al repartidor de Frigo cuando repostaba en la gasolinera de enfrente, para hacernos con el deseado mantecado. Nombre este que, como muchos otros, ya ha pasado a la historia. 

A la sobremesa comenzaba el rito. Cuchillo afilado, y al estilo descuartizador de Boston a tronzar la barra para, valiéndote del mismo muñecazo transportar los pedazos hasta emparedarlo entre dos barquillos. Ni que decir tiene que pringabas toda la mesa. Y no solo la mesa, ya que ibas embadurnando el camino con el reguero que dejaba el corte.

Aquel rudimentario sistema fue evolucionando poco a poco y, al inicio de los ochenta, el mundo heladero comenzó a despegar delante de nuestros ojos. Normalmente, podías comprarlos en los bares, que tenían cámaras y no congeladores, y en alguna tienda de golosinas, que entonces el mundo chuche aún no había aterrizado del todo. El universo se dividía entre los de Frigo, los de Miko y los de Camy. Y con su aparición sepultaron aquellos flashes marca “Pitufla” o “Burmarflash” que alguno de tus amigos podía mordisquear toda una tarde. Recuerdo la forma en la que sujetabas la glotonería del gorron de turno. Marcando territorio con la uña del dedo gordo, lo que a muchos les costo un tarisco.

Existía también la versión líquida, que asemejaba a un jarabe trufado de azúcar, y la congelada, que, con la primera chupada potente, tragabas el líquido y lo único que te quedaba dentro de aquel condón de plástico era un puro trozo de hielo.

Como ocurría con los futbolistas, los toreros o los personajes de verano azul, había partidarios, e incluso verdaderos adictos de un helado. Recuerdo un tipo en Gernika, que se comía un “Colajet”, uno de los grandes de la cartelera, todos y cada uno de los días de los tres meses de verano. Otro de los clásicos que tenía buenos partidarios era el “Drácula”, que no dejaba indiferente. O te apasionaba o lo aborrecías. 

Al final de la primavera se inauguraba el cartel del verano, que te anunciaba las novedades. Así, alumbraron verdaderas revelaciones como el Miko Lápiz, el Frigo Dedo, el Twister, el Negrito o el mítico Calippo, que, a poco que te descuidases pelando la pava, se te derramaba el líquido pringoso por la parte baja. Otro accidente habitual era el que ocurría cuando lo apachurrabas con pasión y te salía disparado hacia el cielo, lo que acostumbraba a terminar en tragedia si no conseguías pinzarlo al vuelo. 

También vivimos flagrantes fracasos, como aquel Frigurón de piña, el Banana Joe, el Frigo Pie, el Boomy. O aquel arrebato de chocolate a tres capas que era el Superchoc. Y, existían verdaderos supervivientes, que año tras año se mantenían en el cartel, a pesar de que verano, sí y verano también deambulaban sin pena ni gloria. Ejemplos de estos últimos, eran los Popeyes, la Copa Brasil, el cumplido sándwich de nata o el preferido de las niñas, el Mini Milk.

Lo más parecido a un orgasmo, que podías tener con doce años era que te tocase un Mikopremio. Su leyenda te saludaba impresa en el palo cuando conseguías desempalmarlo del polo, tras el último bocado. Ya un poco más tarde, en un alarde de I+ D, consiguieron grabarlo en la cazoleta del Miko Lápiz. Pero ya no era lo mismo. Probablemente, porque habíamos crecido, no solo físicamente, sino también en picardía, y, surgieron especialistas en escarbar en el frigorífico e ir soltando bases de Miko Lápices, para agenciarse aquel que te permitiera repetir.

En Gernika, tierra de vocaciones arruinadas, germinaron verdaderas lumbreras con dotes detectivescas para identificar, mirando al contraluz, el polo premiado, aun dentro de su envoltorio. Y es que, no es buen asunto provocar al ingenio de los necesitados en un país en el que Ángel Nieto llego a ganar trece títulos mundiales cuando las únicas motos que rodaban eran trucadas y el mítico Santana un Wimbledon, cuando solo se jugaba al tenis en el empedrado. 



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Acerca de Asier Guezuraga Asier Guezuraga Ugalde, nació en Busturia el 9/4/1972. Pasó su juventud en pleno corazón de la Bizkaia profunda, la villa de Gernika, de cuyos recuerdos se nutre este blog. Taurino irredento, hace compatible su odio al fútbol moderno siendo hooligan del Gernika Club, el mejor equipo del mundo hasta que alguien demuestre lo contrario, Juntaletras de novela negra con dos novelas publicadas, apasionado del baloncesto, cocinillas y sobre todas las cosas, muy frikie.
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