VARIOPINTOS

La vuelta al Urdaibai de mi niñez significa que me estoy acercando peligrosamente a chiqueros. Y ello supone varias cosas. La primera que estoy cerca de escuchar el primero de los tres avisos. Esa es nada más cuestión de metraje vital, ya suenan los bises del concierto.

Pero la más importante es que me ha cambiado el visor. Llevo demasiado tiempo con el neopreno urbano calado y mi piel ha perdido el tacto de sensaciones como el silencio, el anonimato, la camaradería o el paso del tiempo. Me doy cuenta de que en los pueblos la gente espera, mientras que en la ciudad se corre y no se espera, se ha perdido el don de la paciencia. Recuerdo una época en mi vida en la que los fines de semana, sin obligaciones laborales, nada más pisar la calle corría, aunque no tuviera quehaceres.

Comparo los habitantes de las dos latitudes. Fuera de la urbe se repiten rutinas creando automatismos que operan como bálsamos (especialmente comprar pan y periódico, pero también tomar café en un mismo lugar y hora, o compartir con el mismo equipo el pintxo pote de los jueves). La pura repetición insufla tal seguridad en sus virtudes que les franquea el camino a la diversión, sin asumir problemas ni graves preocupaciones. No hay interés por las estridencias de la política (más allá de alguna escaramuza identitaria circular tan típica del ADN patrio) ni por los compromisos ideológicos con oenegés, con animales maltratados o con el calentamiento del planeta. La vida es reiteración y el mundo un lugar donde disfrutar y embriagarse sin preocuparse demasiado.

El urbanita en cambio prefiere complejidad. Levanta un casteller catalán en donde cada embrollo engarza con el siguiente levantando una torre cuyo equilibrio es cada vez más precario. En las grandes ciudades por ejemplo, llevar a tu hijo a la revision de las paperas puede ser cuestión de toda la mañana por lo que, unido a aquella idea de comprar una vivienda en la sierra, hace que pases un tercio de tu vida al volante.

Esa deriva provoca que la forma de ser de cada uno quede oscurecida por una dureza expresiva que termina impidiendo la concordia de todas las facciones. Cada vez se sonríe menos. En cambio, se estila una seguridad en las virtudes propias que resulta indiscreta unida a cierta reticencia a valorar las virtudes ajenas. Se sueña más grande que en los pueblos, porque en la ciudad todo es mas majestuoso y los sueños no son la excepción, pero, en la mayoría de los casos, se vive muchísimo peor. Una prueba de esto es la esperanza de vida. Como lector irredento de esquelas (complejo de pueblos diría Chica9) puedo probar que en Gernika se muere diez años más tarde que en Bilbao.

La forma de combatir esa lacra urbana son las redes sociales. Para contrarrestar la atrofia emocional se explota en el cyberespacio al mostrar en abierto su vida privada: siguiendo esa moda de contarlo todo que a tanta gente subyugaba. Instagram se convierte el sitio ideal para comunicar al mundo un secreto, pero sin revelar de qué se trata.

Y con una de cal y otra de arena se ma construyendo una quimera. Cuando el del pueblo sigue disfrutando del pintxopote. Variopintos.

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Acerca de Asier Guezuraga Asier Guezuraga Ugalde, nació en Busturia el 9/4/1972. Pasó su juventud en pleno corazón de la Bizkaia profunda, la villa de Gernika, de cuyos recuerdos se nutre este blog. Taurino irredento, hace compatible su odio al fútbol moderno siendo hooligan del Gernika Club, el mejor equipo del mundo hasta que alguien demuestre lo contrario, Juntaletras de novela negra con dos novelas publicadas, apasionado del baloncesto, cocinillas y sobre todas las cosas, muy frikie.
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