Siempre he sido reo de esa concentración autista propia de personas apasionadas por su trabajo, en cuyo desempeño se aíslan del resto del mundo. En cualquier latitud y longitud clavo mi atención en la misma micra.
Es por eso por lo que he sido convicto del esfuerzo y el trabajo y nunca de esa intuición que tantos adoran. La intuición es una virtud sobrevalorada. Conozco a mucha gente que ha cometido errores por haber confiado en ella.
Esa concentración me ha llevado a observar. Y desde ese visor he concluido que hay tres o cuatro cosas por las que los hombres matan. Por conseguir el amor o por haberlo perdido. Por alcanzar el poder o por aferrarse a él. Por enriquecerse o por evitar la pobreza. Por proteger a sus hijos..., o por no tenerlos.
En este momento vital no mataría por nada, salvo por Chica9.
Esa misma que no se recata al mostrar en abierto su vida privada: cuándo esta bien, cuándo esta mal, adónde va y de dónde viene y con quién, qué piensa, qué hace o qué deja de hacer.
Siguiendo esa ansia de contarlo todo que a tanta gente subyugaba antes. Como si a alguien le importara que estuviera preparando un pastel o contándose las uñas, sacudiendo una alfombra o bañándose en una piscina, comiendo caviar o los restos del día anterior.
Facebook había sido el sitio ideal para comunicar al mundo que se poseia un secreto, pero sin revelar de qué se trataba, y Chica9 entonces lo había utilizado bien.
Apuntes ambiguos que, sin aludir expresamente a una situación o a una persona, revelaban una segunda intención, una insinuación, queja o un reproche en clave que sólo la implicada podría interpretar.
Nunca echó mano, como lo hicieron otras, de esas notas extraídas de bancos de citas o de talleres filosóficos con las que intentaban expresar de manera indirecta lo que no eran capaces con sus propias palabras.
Porque era Chica9. Especial como sólo ella era capaz.
Y porque aún no me había conocido