ANABELLE (III)

VI

No volvÍ a saber nada de ella hasta poco más de un año después. Su imagen retornó a mí nada más leer el momento su nombre en la bandeja de entrada del outlook de mi ordenador.

Es curioso la forma de en la que, en ocasiones, una historia que la memoria guarda como una pequeña perla emerge, tras quedar devaluada por el ritmo frenético de quehaceres diarios al que nos vemos sometidos. Volver a encontrarme con ella fue como introducir un pequeño sabotaje en la cadena del olvido, probablemente auto olvido. que me impusiera ante la ausencia de recursos suficientes para explicarme, a mi mismo, los sucesos de aquella semana.

Muy atrás quedaba un pasado del que me separaba, no tanto el tiempo transcurrido, como el hecho de que aquel encuentro y todo lo compartido hubiese sido motivado por un confinamiento que conducía a la consabida ausencia de otras alternativas vitales. De ahi, que no hubiera permitido que brotase en mi interior el deseo o la añoranza. Opté por un enterramiento programado.

El título del e mail no podia ser más críptico, 19 de septiembre. El texto acrecentaba lo enigmático. Espero que estes bien, te presento a mi familia.

Nueve palabras, numero impar y rojo en la ruleta, a las que acompañaba una foto de familia de esas que, tomadas en el salón, sirven a las personas sin escrúpulos para felicitar las fiestas navideñas vía whatsapp.

En la instantánea se le veía sentada junto a un innegable ejemplar francófono con gafas de pasta que la tomaba del cuello. En sus rodillas descansaba un bebe, que, por las trazas, parecía pertenecer al género femenino.

No entendí lo lacónico del mensaje, que no parecía muy propio para dirigirlo a alguien del que no sabia nada después de un tiempo prolongado. Aunque, pensándolo bien, no tenía que entender nada, porque realmente no le conocía. Nuestro contacto se había limitado a media docena de noches de abrazos finiquitados por un asalto sexual que, desde que ocurriera, había renunciado a clasificar por carecer completamente de criterio.

La estampa me pareció tan sumamente naif que borró de un plumazo el hechizo que había sentido por Anabelle, macerado en esa ausencia que todo lo engrandece. Aunque nunca había fabulado con nada, sentí que nos separaba media Vía Láctea, y, siendo franco, no imaginaba nada que no sólo nos uniera, sino tampoco que nos hubiera unido.

Fue ese reguero de sensaciones entrecruzadas el que me impulsó a cerrar la sesión de mi ordenador con celeridad. Me veía incapaz de contestar con ni siquiera un mínimo átomo de decoro. Y lo peor era que tampoco tenía demasiado claro si el texto que había recibido necesitaba de una respuesta.

Paciencia y a barajar, como decía Cervantes, recuerdo que pensé.

                                      VII

Quince años y quince fotos. Todas idénticas con la única diferencia del paso del tiempo. Adjuntas en un mensaje remitido el mismo día del año en el que se recibiera el primero, el 19 de septiembre.

Probablemente fuera achacable a que no le hubiera respondido al primer mensaje, pero las nueve palabras quedaron reducidas a una a partir del segundo año, actualización. Justamente, la misma leyenda que utilizaba el proveedor de mi antivirus. La única diferencia es que este me cobraba una tasa anual que no pagaba a los franceses.

No dejaba de tener su guasa que, invariablemente cada trescientos sesenta y cinco días, uno más en los años bisiestos, viera reflejada en mi pantalla la evolución hormonal de tres tipos, en la última la cria tenía trencitas, falda inglesa y brackets, con los que no me unía absolutamente nada.

Incluso, tratando de buscar una lógica a todo aquello, durante un post operatorio de una pequeña intervención a la que me sometí en la rodilla, combatí el aburrimiento realizando una investigación detectivesca sobre el contenido evolutivo de las fotografías.

No descubrí nada más que habían comprado un piano, me imagine para que lo aporrease la cria para practicar sus clases de solfeo y que habían cambiado el papel pintado del salon, decorado invariable de todas las fotografías. Además de que las cosas les marchaban bien, no se si por vía del gafapastas o de Anabelle, ya que proliferaban obras de arte que parecían de calidad, lo que concluí después de ampliar los píxeles con una aplicación gratuita de fotografía que me bajé de internet. 

Eso es todo lo que descubrí, mas allá de que parecían mas viejos cada año, pero no era más que la pura leyenda del tiempo y, para eso, no se necesitaba ninguna labor detectivesca.

Por ese tipo de automatismos intestinos que nunca terminas de entender, guardaba todas las fotos en el disco duro del ordenador. Incluso, en el colmo del esperpento, había creado una carpeta a la que nominé como Anabelle, con acceso directo desde el escritorio y un único uso anual.

VIII

Todo cambio este año. Allá por las once de la noche del 19 de septiembre me empecé a amoscar. Si algo no derrocha la cultura francófona es biorritmo nocturno. Eso, unido a que los quince años anteriores el horario del mensaje no había sobrepasado la línea invisible de las tres de la tarde, me hizo pensar que algo raro pasaba.

La primera reacción que me asoló fue la indiferencia y el despreció. Pero me quedaba un fondo de resquemor. Mas o menos, como el que sientes cuando el centro comercial o la cadena de perfumería donde te hiciste carné de socio te felicita con un mensaje enlatado el día de tu cumpleaños. Lo desprecias por comercial, pero cuando te falta lo echas de menos.

Al de un par de semanas, plazo que me concedí a mi mismo como de cortesía para descartar algún tipo de imponderable que le hubiera impedido cumplir el rito, comencé a preocuparme. Algo no me cuadraba.

Que alguien que había acudido puntualmente a su cita con el envió del retrato familiar, hubiese cortado subrepticiamente la cadena de transmisión tenía, necesariamente, que contar con una razón de peso e involuntaria.

Me puse a bichear por internet contando como únicos pertrechos, con el nombre, un apellido un mal recordaba de tres lustros antes, y la dirección de e mail de la que recibía el mensaje septembrino.

No me costó demasiado resolver el misterio. En la página web de una empresa aeronáutica con sede en Tolouse, un tal Mr Bernard dedicaba un sentido obituario a la Anabelle de mis abrazos, Lo de sentido, lo concluí a duras penas, de lo que me regurgitó el traductor de Google cuando le copié el texto.

Tengo problemas para describir la sensación que me invadió nada más conocer la luctuosa noticia. No puede decir que lo sintiera, porque apenas había tenido roce con ella, pero por razones que se me escapaban había tomado una cierta simpatía al trio que ya nunca lo sería. Algo parecido de lo que ocurre con los protagonistas de una serie de la que vas consumiendo añadas, para, como espectador,  encariñarte con el elenco, aun y cuando sabes que ni existen ni son como les pintan.

En mi caso, les había visto crecer también en la pantalla, aunque fuera en la de mi ordenador, y en el de la niña, el metraje de las fotos coincidía con el largo y ancho de su edad.

Así que empecé a cavilar, hasta que todo se ordenó en mi cabeza una noche de duermevela. Tenía que ser mi hija. Esa que no tenía en mi vida real, se me había mostrado en la cybernética.


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Acerca de Asier Guezuraga Asier Guezuraga Ugalde, nació en Busturia el 9/4/1972. Pasó su juventud en pleno corazón de la Bizkaia profunda, la villa de Gernika, de cuyos recuerdos se nutre este blog. Taurino irredento, hace compatible su odio al fútbol moderno siendo hooligan del Gernika Club, el mejor equipo del mundo hasta que alguien demuestre lo contrario, Juntaletras de novela negra con dos novelas publicadas, apasionado del baloncesto, cocinillas y sobre todas las cosas, muy frikie.
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