EL KAIKU

Junto con nuestra generación ochentera, pasarán a la historia los ternos con los que, en esa ya lejana infancia, nos travestían nuestras amadas madres. A ti, sobre todo si eras chico, aquello al principio te la soplaba, pero en la medida que ibas coleccionando acné y pelos en las piernas, las sonrisas socarronas de las niñas, que para algo despiertan siempre antes, te empezaban a escamar.

 Algo que siempre me parecía especialmente humillante era la ropa interior. Entrabas en octubre con la camiseta de felpa, manga larga y cuello alto, que transpiraba menos que una bolsa de basura. Y no te librabas de ella hasta que cambiaban la hora y la primavera acechaba. Lo curioso es que revestido de aquel felpudo de ácaros, perseguías todo el recreo un balón, en aquel partido de patio de “todos contra todos”, en el que siempre marcaba el bueno. Tras el recreo, a respirar humanidad y feromonas en el espacio cerrado de tu clase.

La camiseta de invierno, tenía una ventaja. Que embutido en ropa no se te veía, lo más la intuías por su olor. Pero es que la de verano, con sus tirantitos, y ese tono leche que sólo salía a abanderado, era aún más aberrante. En aquellos tiempos la mayoría éramos esqueléticos con que se nos marcaban los huesos del hombro. Si lo unías a que, por mucho que hubieses pegado el estirón, te mantenían con la talla previa hasta que se desvirgase el nuevo curso convertía a aquellos partidos veraniegos en la plaza del pueblo, donde, mitad por el calor, mitad por hacer los postes de las porterías nos quitábamos las camisetas, en una Evasión o Victoria versión patria.

Y qué decir de los calzoncillos. Aún y cuando nuestros hijos probablemente no lo puedan ni siquiera imaginar, los de pata se inventaron, o por lo menos llegaron a la Bizkaia profunda bien entrados los ochenta. Lo que existía era el modelo pitilinero, con bolsín aprieta gónadas. Y sin concesiones al color. Blancos, o a lo peor beises, el color de la antilujuria.

 Si te tocaba ser el benjamín de familia numerosa, el drama se intensificaba. Ibas heredando el vestuario de Benito Boniato, compuesto por unas raídas, J-Jahyber, aquel jersey marrón de rombos o la chaqueta torera deslavada, que no habían estado de moda, ni cuando las estrenase tu hermano mayor. Lo que paso, más o menos, el día del cabezazo de Marcelino al belcebú ruso. 

El calzado era otra tragedia. Podías pasarte todo el invierno luciendo unas botas negras con suela alta de goma, que se cuarteaban en cuanto encadenabas la segunda helada y el tercer charco. El cuarteo de lo que generosamente llamaban cuero, y aquellas hebillas de hierro fundido terminaban embutiéndote el pie que a la noche parecía un salchichón de Espuña. Además, el jodido había crecido un número desde la primera puesta. Daba igual, tu madre inasequible al desaliento te las perfilaba todas las mañanas en la puerta. Da igual que Lorenzo apretase, era invierno y tocaba botas.

El periodo playero era aún más cruel. Cada junio te regalaban las magníficas carramarreras. Para joder, además, color carne, el mismo tono del plastidecor que más odiabas. Y, pasabas toda la canícula calzado con ellas. Lo más denigrante era que, a la noche, ya descalzo, te descubrías las piernas disfrazadas de cebra. La raya negra era la mierda que se había apropiado de los espacios de carne que quedaban al descubierto el plástico. Otras veces, era el sol el que se hacía el fuerte y te bronceaba el mismo espacio. Entonces, destapabas unos ronchones te daban un tono bermellón que solo volvías descubrir, muchos años después, en la piel de aquellos ingleses que habían dormido la curda en una playa de Salou.

Otro cuadro eran los pantalones. De pana, porque los vaqueros, por lo menos los Levi`s de marca, llegaron a la Bizkaia profunda, de contrabando, como el Winston americano. O para los más afortunados. de la mano de algún familiar que deambulaba como pelotaris en los cuadros de frontones del continente, en ultramar o de arrantzal. Descártese cualquier relación con la pana que, hogaño, se ha puesto de moda. Tenía mucho más en común con la tela de arpillera. Eso sí, absolutamente impenetrable. Como el chaleco de un especialista en desactivación de explosivos.

Tras recrearlo treinta años después, lo que más me puede llamar la atención, es que, una prenda que atribuía galanura y empaque al niño que la portaba era el Kaiku. Los había verdes, los más clásicos, y azules. Normalmente, detrás de aquel objeto de lujo había un abuelo o un tío que lo regalaba. Y un nacionalismo más o menos soterrado. No recuerdo si llegue a lucirlo algún día, pero seguro que me quede con ganas. Y, dónde ha quedado el Kaiku?.

Y es que, hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad como decía el bueno de Don Hilarión en la verbena de la Paloma.




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Acerca de Asier Guezuraga Asier Guezuraga Ugalde, nació en Busturia el 9/4/1972. Pasó su juventud en pleno corazón de la Bizkaia profunda, la villa de Gernika, de cuyos recuerdos se nutre este blog. Taurino irredento, hace compatible su odio al fútbol moderno siendo hooligan del Gernika Club, el mejor equipo del mundo hasta que alguien demuestre lo contrario, Juntaletras de novela negra con dos novelas publicadas, apasionado del baloncesto, cocinillas y sobre todas las cosas, muy frikie.
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