LUNADA (LA VUELTA)

Pero la ilusión, mejor dicho la intrépida ingenuidad podía con todo. Aquel escuadrón negado bajaba casi en marcha del autobús y corría desde el parking en la búsqueda de la nieve prometida. Con plásticos en la mano como si fueran a bajar  el tobogán de los columpios.

Me evitó la sucesión de topetazos, esguinces, constipados, chichones, arañazos, caídas del telesilla en marcha y, sobre todo ridículos, protagonizados por los viajeros a los que, al de poco tiempo, todo esquiador conocía, Ahí están los trogloditas de Gernika.

La vuelta al bus parecía el parte del fin de la Guerra Civil. Caído y desarmado el Ejercito Rojo el día de nieve ha finalizado. Lo mejor estaba por venir. El autobús se convertía en un cambador gigante, las mujeres, en la parte trasera improvisaban una cortinilla para aquello que llamaban muda. El salido buscaba avistar carne por encima de la cortinilla, el de los Levï s llevaba encima más agua que un embalse y, en su confianza en los tejanos, no había traído otra ropa por lo que hacía el viaje de vuelta en calzoncillos.

Al del jersey del abuelo se le había abierto el cuello hasta el ombligo y las katiuskas, que no eran crampones, se habían abierto por la punta como las botas de Charlot.

En la vuelta se comía contundentemente por aquello de reponer. Cuanto más grasa cayera por los berretes más reponias. Sólo restaba comprar un recuerdo (un botijo, repostería local o una baratija con la imagen de Lunada impresa) en la parada del bus.

Y todos felices. Con el Carrusel Deportivo de fondo.