BILLARES Y FUTBOLINES

Los ochenta vivieron la aparición de los salones de juego. El de mi pueblo se llamaba el “Jolastoki Maguna”. Se trataba de un espacio diáfano, lleno de máquinas de marcianitos, petacos, (en otros sitios máquinas del millón), futbolines y billares. Y una barra en el centro donde te daban cambios, bebidas y chucherías, especialmente gaseosa Azketa de a 5 y 10 pesetas. Y en la que se protegía un encargado que atendía las reclamaciones. 

Nada más adentrarte descubrías que tenía atmósfera, fauna y flora propias. La atmósfera era una nube gris, en el mejor de los casos de tabaco que se apropiaba del local y hacía que te picasen los ojos. La fauna, el grupo de malotes, con chaquetas vaqueras y muñequeras de pinchos, que se aposentaba, normalmente al fondo del local. 

La banda siempre tenía un cabecilla, al que podías reconocer porque era al que todos reían las gracias y el que tenía abrazada a una chiquita, normalmente la de mejor ver, a la que, cada cinco minutos, enjaretaba un muerdo o una palmada en las posaderas. La de mi pueblo se llamaba Iraide, y, a mis 12 años me parecia una Diosa.

Y que decir de la flora. El suelo lleno de serrín para evitar patinazos por las cervezas derramadas y, papel, mucho papel, de envoltorios de roto tipo. Todo ello, amenizado con el hilo musical, un radio casete XXL, cuya manipulación estaba reservada a la banda de malotes y del que solo podía salir música macarra para satisfacer a la chica del líder. 

Nuestra primera visita, nada más inaugurarlo, fue reveladora. En Gernika, únicamente habíamos conocido en los estertores del franquismo, los futbolines de la O.J.E. aquel intento baldío de edulcorar la imagen del régimen y que para mi, no eran mas que unas siglas como las de la T.I.A. de Mortadelo y Filemón que aparecía en los Súper Humores que entonces devoraba. Y, aquello se abría en nuestros ojos de txikis de la Bizkaia profunda, nos parecía Disney Land.

Cohibidos por la diferencia de edad, éramos de la generación inferior a la de los malotes y aquello en un pueblo marcaba, tratamos de mestizarnos con el ambiente para que nadie reparase en nosotros. Paso a paso, conseguiríamos ir abriendo las puertas de los misterios que guardaban aquellas paredes. Y a fe que lo conseguimos. 

Pronto se dotó el Jolastoki de un idioma propio que no podías saltarte so pena de que descubriesen tu condición de infiltrado. “Tenemos el futbolín”, proferías amenazante cuando, tras ganar la última partida, algún grupo aspiraba a jugar. Y la comunicación con la oficina de reclamaciones que anidaba al otro lado de la barra, tenias que hacerla voz en grito, con frases contundentes como “Patxi, las bolas están cuadradas”, para exigir reposición de las del futbolín y “Abre la máquina que me ha tragado”, si la máquina de marcianitos no había registrado la caída de la moneda porque se había salido del riel.

Y la más indecorosa de todas, el engrasar la barra con tu propia saliva impregnada en una servilleta de papel.

Con el tiempo, he tratado de entender que tipo de razones impulsaban a alguien que vivía una plácida existencia a poner negocios de ese tipo. Normalmente, eran atendidos por hombres entrados en años a los que se les iba avinagrando el carácter en la misma medida en la que se le iban subiendo a la chepa. 

Los de Gernika eran una pareja, Patxi y Esther, de los que, no solo todo el mundo se descojonaba, sino que a los que uno de sus mejores clientes, que increíblemente se agenció las llaves de las maquinas, termino robando con la colaboración del resto que les preparábamos pantallas humanas que ocultaban el latrocinio. Suerte que el delito ya este prescrito. 

Esther incluso, cada vez que se agachaba a por la valla para abrir, era tiroteada con una carabina de balines con la que no costaba demasiado hacer diana en su generoso panadero. Los francotiradores eran una recua de hermanos que vivía en la casa de enfrente, como no, asiduos del local.

También contaba con su propia Constitución, que variaba de un salón a otro. Todo habitual sabia perfectamente si era posible parar la bola, o debía de jugarse de corrido, si valían o no los molinetes o las consecuencias de estampar el otro lado de la barra con el aparato reproductor del rival. También estaba marcado a fuego el número de partidas seguidas que podías echar en el petaco o los marcianos antes de que se impusiera la necesaria rotación. 

Se vivía una absoluta solidaridad que te permitía pasar todo una tarde en el local contando con escasos cinco duros. Podías pasarte horas contemplando partidas ajenas, y siempre finiquitabas la tarde con un par de partidas del futbolín a las espaldas y jugándote un par de bolas del petaco, aunque fuera con un solo mando. A ello influía que la relación con tu pareja del futbolín era mucho mas estrecha que la que mantienen muchos matrimonios en la actualidad.

Y de todo aquel enjambre, siempre emergía gente con superpoderes. Chavales que, de tanto jugar a una máquina, les llamábamos “maquinomios”, y que descubrían trucos o atajos mejor que su propio creador. En todos había uno cuya única especialidad era reintroducir de un manotazo la bola de hierro cuando se colaba por el carril de la esquina del petaco. Y sin hacer falta. Recuerdo otro que, en una rupturista máquina de las olimpiadas de 1984, contaba con una inusitada habilidad para aporrear con ambas manos el botón de velocidad en posición cuclillas para la propulsion del corredor de la prueba de 100 metros.

Ahora me admiro de cómo muchos de nosotros hemos podido pasar de las máquinas y futbolines del Jolastoki Maguna a llevar una vida respetable a ojos de la sociedad. Degenerando, me contesto a mi mismo, degenerando.


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Acerca de Asier Guezuraga Asier Guezuraga Ugalde, nació en Busturia el 9/4/1972. Pasó su juventud en pleno corazón de la Bizkaia profunda, la villa de Gernika, de cuyos recuerdos se nutre este blog. Taurino irredento, hace compatible su odio al fútbol moderno siendo hooligan del Gernika Club, el mejor equipo del mundo hasta que alguien demuestre lo contrario, Juntaletras de novela negra con dos novelas publicadas, apasionado del baloncesto, cocinillas y sobre todas las cosas, muy frikie.
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