GARRAPIÑADAS

En un mundo actual en el que si no estás presente en Facebooks. Instagrames o You Tube estas amortizado socialmente, ha desaparecido el espacio para los olores y sabores que te evocan recuerdos, momentos o pasajes de tu infancia.

Viene esto al paso del cierre de la tienda que, desde la esquina de la plaza de indautxu que da a Ercilla, llevaba desde que nació Matusalen lanzando a la atmósfera del botxo el inconfundible aroma dulzón de la garrapiñada.

Desde que venia con mis aitas del poblado, siempre me cautivó ese cantón. Primero porque en invierno cerrado (entonces las farolas tenían luz de crematorio) las luces fluorescentes del local eran como las de un Ovni en los encuentros en la tercera fase de Jiménez del Oso. Después porque, para un juntaletras como yo, el ingenio diabólico al que cargaaban de toneladas de azúcar para recubrir las almendras, con sus incustraciones de caramelo en las aspas, desprendía una fascinante seduccion.

Y, finalmente, porque las dos dependientas, que gastaban armadura de posadera del siglo de oro y culata de mujer recia colmataban con su humanidad la minúscula ventana desde la que servían. Lo que desde mis ojos de crío me hacía contemplar como Don Quijote a los molinos.

Como además, gastaban jarabe de mala hostia y rictus de desollar pollos, la compra del material (envuelto en ese cucurucho lacado con la doblez del papel), iba trufado de una tensión de la que sólo te liberabas cuando te comias la primera almendra sin soportar impertinencias.

Solo un producto compartían espacio con las almendras. Coches de miniatura e Guisval, muñequitos de plástico (pitufos, animalada surtida,) y cacharrería varia te saludaban encerrados desde un expositor encastrado con cristalera.

Flores de otro mundo y tiempos. Exactamente como las garrapiñadas. Bilbao es desde hoy menos dulce,