Sé que sobrevaloro los recuerdos. Y eso hace que haya estampas que antes me pasaban desapercibidas cuando ahora me llamé la atención.
Más aún, me he convencido que un buen recuerdo es mejor en muchos casos que una imagen o vivencia que pueda tener en el presente.
Porque no hay nada más poderoso que un recuerdo. Nada. Las cosas materiales se pierden o se destruyen; los recuerdos no. Es como si estuvieran bañados en oro y guardados en plata, por eso valen tanto. Un tesoro afectivo.
El jueves, cuando andaba viajando de Oca a Oca laboral, me encontré con uno. Señor talludo, camisa de cuadros con cara y barniz de pueblo, como siempre seré yo. El detalle que me atrapó es que blandia en su mano un periódico doblado en sí mismo. El último soldado de una generación de vascos que compraban el periódico y, tras a lo sumo un vistazo y haber completado el crucigrama, se lo pegaban en la mano toda la mañana.
Les valía para todo. Igual estampaban una lagartija en la pared que se defendían de un perro guardián. Lo mismo les servía de apoyo en un rincón, de almohadilla en el banco en el que paraban a tomar resuello o les equilibraba el peso en un repecho. Transmitían al papel su interminable vitalidad.
El ejemplar caminaba con su mujer. A un metro de distancia por delante, hablandose dejando separación de esgrima. Tal y como discuten los que ya tienen costumbre. Para discutir sin escucharse, que es la mejor forma de discutir sin enfadarse.
Chica 9 no puede entenderlo porque en el Bilbao de Ledesma los únicos que andaban con un periódico en la mano eran los que llegaban de los pueblos. En tren, que había que aprovechar que Bandres había reconocido la gratuidad del pasaje jubilado.
Aunque, como en un mensaje de esta semana me escribió la palabra adrede, he recuperado la esperanza. Puede que no todo este perdido.