En el poblado setentero seguro que existian soledades no deseadas, depresiones que impedían levantarse cada mañana y traumas lactantes. Pero no se exteriorizaban, ni se acudía a psicólogos, terapeutas o psiquiatras que sólo te los encontrabas en las películas americanas que veias en Estrenos TV.
Seguro que al sorberlo para dentro asolaba el interior. Recuerdo el hermano de un amigo del cole. Era homosexual, quería bailar y vestir como Miguel Bosé en Superman. Con la boca cerrada todo el mundo entendió que Gernika no era su sitio, se fue a Londres y desapareció de las conversaciones. Con un rechazo silencioso de tara que ahora acojona.
En la ciudad actual todo el mundo va a terapia. Siempre he pensado que si puedes pagartela y te mejora bienvenida sea. Más o menos lo que pienso con las operaciones de cirugía estética.
Lo que no termino de entender es porque el resultado de toda terapia es, invariablemente, salir con la autoconfianza hinchada como si fueras un globo de helio. Tanto que les germina un egoísmo viscoso por el que el asistente termina abjurando de todo lo que no sean él mismo, despreciándolo como si fuera un clinex usado.
Y no sólo los desprecian, sino que localizan todos sus males en el entorno opresor. Despojándose de la más mínima autocrítica, aunque sea para reconocer la relación directa entre el acto y su consecuencia.
Me queda la duda de si es un único terapeuta quien atiende a todo paciente o si lo que es único es el método para el tratamiento de dolencias que se imparte en la carrera de sicología.
Una vez más queda en el aire la misma cuestión. Acertábamos en el poblado respirando para dentro o ahora expeliendo cualquier mínimo temblor mental.