La ausencia del sol destapa las mentiras playeras. Surgen de aquellas estrategias que detonan la imaginación del personal cuando trata de escaparse de la realidad. Esa revestida del verano vasco plomo con el que nos ha tocado lidiar este año. Probablemente, como castigo bíblico a las bondades de las que disfrutamos de corrido en nuestro lugar de amanecida.
Su éxito depende de la creatividad o gracia de cada uno. Y hay multitud que tiene la misma languidez en la ocurrencia con la que bailaba Tesa en el Groenlandia de los Zombies mientras Bernardo Bonezzi voceaba animoso.
Vamos allá. Son especímenes que te puedes encontrar cohabitando en la playa un día de verano vasco brumoso. Ese en el que no existen razones para bajar a la playa.
En primer lugar están los irredentos. No suelen ser especimenes individuales, sino que acampan en pareja (cuando son de segunda edad) o en familia (cuando son jóvenes). Su credo es bajar a la playa, haga el tiempo que haga, siempre que no llueva. Como ocurre cuando cultivas una religión minoritaria, mantienen ante los demás su verdad con un absolutismo que impide que se les resquebrajen los ideales. Aseguran que el día va a terminar clareando porque vieron la osa mayor en el cielo la noche anterior, el viento arrecia del noroeste o un pastor descubrió, en los posos del cuajo de la leche de sus ovejas, que la segunda quincena de julio el tiempo sería espectacular.
Eso sí, van equipadisimos para responder a cualquier tipo de inclemencia.. Ella con silla de playa y ambos con chubasquero y rebequita por si las predicciones se les chafan.
Después están los activos, con dos subespecies. Estan los numerarios. aquellos que califican el día en función del número de actividades que encadenan desde que salen expelidos de la cama, nada más se cuela la luz del día. Activan sus pilas duracell y comienza un rosario de actividades, comprar el periódico y el pan, recoger el pedido de las compras, pasear por la playa, bañarse y tomarse un vino (sólo uno) que cuenta igual que dos en el tablero. La segunda es la de los bañistas, que han de zambullirse todos los días del verano so pena de ser un flojo. Les pone a punto de nieve el orgullo que les pregunten si esta fria. Para nada, contestan con voz de Tarzan antes de Jane.
Viene a continuación el surfer descolorido. Ese tipo que se enamoró del surf a los dieciséis años y no ha conocido más estética que la del triunvirato, sudadera con capucha, bañador de pata larga y chancletas. Treinta años después sigue calzando sudadera, bañador y chancletas. Da igual que este gordo, que el tono del pelo se le haya quedado retinto porque haberlo achicharrado de tanto alcohol o que la tabla encalle, por haberse convertido en peso pesado, en cuanto se mete en la orilla. Va a la playa como los mahometanos van a La Meca, porque es su tierra prometida.
Un espécimen que forma parte de decorado es el socorrista. Detesta tanto los días en los que la playa está repleta, en los que acaba harto de la borregada, sus modales, y a los que se creen buscadores de cayucos, como los de nube negra. Esos en donde las horas se arrastran como un caracol beodo. Se arrepiente de las tres que ha dejado este año y se promete estudiar el siguiente para no repetir.
Y, para acabar, todo un clásico, los aitas coñados. Aquellos que o no saben que hacer con los críos esas eternas mañanas de verano o bien leyeron un manual del Doctor Beltrán en donde decía que el salitre enriquece a las criaturas.
Acercate y los veras.