EL TOMAVISTAS

Hoy toca desempolvar los recuerdos de la infancia. Un recorrido por las cámaras de fotos, demás artilugios cazainstantáneas y, mi preferido por haber caído en el más profundo de los ocasos, el tomavistas.

Es imposible hacer entender al mocerío actual, lo caro que cotizaba aquello de captar imágenes cuando éramos canis. Existían personajes descabalgados de la sociedad moderna como el fotógrafo de pueblo, memoria gráfica de la localidad que siempre paseaba calzado con su cámara al cuello o la tienda de revelado, en donde entregabas a otro caído por la modernidad como el carrete y te devolvían, al de unos días, el resultado de tus fechorías. Incluso, alguna alma piadosa no te cobraba aquellas fotos movidas o las que ensalzaban el dedazo que habías colocado en medio del objetivo.

Por eso, sacarte una foto tenia tu trámite. Para la de formato carnet, tenías que personarte in situ ante el fotógrafo. Que por supuesto tenía un nombre de fotógrafo, como Martin, Damián o Emilio. El inclito te pasaba a la sala de fotografía, señalaba una silla estratégicamente situada detrás de un telón negro, y, después de atenuar luces, se encapuchaba dentro de algo que a ti te parecía un batiscafo, para acoplarse dentro del objetivo de una cámara que, por dimensiones, podía ser el cerebro electrónico de la NASA.

Lo más humillante eran las instrucciones. Ladea la cabeza a la izquierda una pizca, como si tu supieras el metraje de la pizca, levanta el mentón, sonríe, la gilipollez del pajarito, la más patética aún de que digas patata que habría que mandar a galeras a quien se la inventó. Y todo para salir bizqueando y con trazas de Abundio, que en aquel entonces era el personaje al que el imaginario popular colocaba en el podio de los tontos.

Como la entrega era varios días después (recuérdese el revelado) y previo pago del estipendio, no te podías quejar, que tampoco te hubieran hecho mi pajolero caso, y quedabas así inmortalizado en el DNI, Pasaporte o carnet de la piscina para servir de descojono, mofa y befa se decía en aquel paleolítico, de tus compinches.

Había también fotógrafos ambulantes, que practicando la fotografía minutera se acercaban en las fiestas de los pueblos con un decorado de pacotilla, telón con paisaje para que sirviera de fondo y motivo alegórico que hacía de centro de foto. Los dos más usuales eran estampa marinera, me imagino que por ser de costa, donde te montabas en un barco al mas puro estilo Capitán Albal, o cabalgada en el oeste, subido a lomos de un remedo de caballo tuerto o burro cojo. Hacían las delicias de dos milicias. La de los beodos, incapaces subir al barco, y la de la cuadrilla bizarra que hay en todo pueblo, que se empeñaba en comprobar la resistencia de la réplica animal subiéndose media docena para desesperación del minutero.

Un espécimen al que no soportaba era el fotógrafo de bodas que te atufaba mientras comías, y sobre todo bebías para ser capaz de aguantar al tío plasta que penabas hubiesen colocado a tu lado. Pese a tu mirada lacerante, no se daba por aludido y te inmortalizaba con una considerable pinta de soplapollas. Probablemente, era la que gastabas, pero eso no le permitía colgarte tras el banquete, además con pinzas de las que colgar la ropa mojada en un expositor para que todo quisque la pudiera constatar. Llegue a romper varias de esas fotos en las narices del fotografo. Después de pagarlas por supuesto. Que la dignidad tiene un precio.

Otra de mis debilidades son los álbumes familiares de fotos. Tapas protectoras acolchadas de color marrón o negro y anillas para engarzar las paginas con plasticazo adherente de los de quita y pon constituyen el trampantojo del museo de los horrores familiares. Invariablemente, el álbum comenzaba con la foto de boda de tus aitas, lo que tenía lógica ya que antes no había existido familia, ni, por lo tanto, nadie al que sacar las fotos.

A pesar de aquel prometedor inicio aquello tomaba pronto derroteros preocupantes. Fotos de excursiones a la playa o al río, que no se porque todos los domingos había que acercarse a un río o una playa, de celebraciones familiares en las que te calzaban la prenda más indigna cuando gastabas pelos en las piernas, los pantalones cortos. Para como, tú madre aparece peinada con permanente, Y para terminar de joderla el recordatorio de la comunión del imbecil de tu vecino vestido de almirante. Al inventor de los recordatorios de comuniones, bodas o los que están en la balda les debieran de gasear sin juicio previo.

A partir de que vas pasando hojas tu autoestima va cayendo en picado. Compruebas la pinta de panoli que gastabas, la etapa en la que se cayeron las palas pero se te olvidó y apareces sonriendo, cuando llevabas pantalones pitillo y no te quitabas la chupa de cuero que te trajeron desde Londres, o apareces con cara de acelga el día en el que tu Aita te calzo una ostia, y con razón, por mirarle las bragas a tu prima. Si lo ve tu costilla se está descojonando de ti hasta el día del juicio final. Tu ama embebida en recuerdos se viene arriba y se detiene en cada foto para comentarla con la misma profusión que si estuviese haciendo una autopsia.

Para terminar, vamos con la fotografía casera. En todas las familias que se precisemos  igual que hay un manirroto, un tío tabarras, un cuñado listo, y uno especialista en sablazos, existe un tecniquillo. Es quien se hace con el último grito en tecnología, arregla la batidora cuando pega un chispazo o cuelga un cuadro. Le encanta el bricolage y no falta en su casa un taladro y un juego de destornilladores y llaves allen. De la mano de quien, sino, iban a llegar las a las familias las cámaras.

De su mano podemos hacer el recopilatorio, las primeras con funda negra enchapadas en acero, con más mandos y botones que una máquina de escribir y que pesaban más que una mancuerna. Las más modernas con carga lateral, luego las desechables envueltas en un cartonazo que remedaba la forma de una máquina. Hasta llegar al colmo del desarrollo. Tachan, “la Polaroid”, que para nosotros, de pueblo de interior, fue como la invención de la rueda.

No solo no la tenías que revelar sino que la propia máquina regurgitaba la fotografía por el culo al más puro estilo Gargantua. Para que la imagen cuajara y no se corriese había que agitarla en el aire. Ahí veías a tu tía, bailando la Yenka y moviendo la foto como movían los abanicos los de Locomia. Y claro no se corría pero se doblaba tras el frenopatico al que había sido sometida.

Otro misterio insondable era la capacidad de los carretes. Comprabas uno de doce, veinticuatro o treinta y seis, pero siempre había algún sobrero de regalo. Nunca sabías cuantos hasta que la máquina paraba. Aquello de las bolas extras te daba un puntito de intriga que se agradecía. Eso sí, siempre fallaba cuando necesitabas sacar la foto importante.

Y ahora las suben a tiempo real al Instagram y para la mañana siguiente ya son una antigualla.


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Acerca de Asier Guezuraga Asier Guezuraga Ugalde, nació en Busturia el 9/4/1972. Pasó su juventud en pleno corazón de la Bizkaia profunda, la villa de Gernika, de cuyos recuerdos se nutre este blog. Taurino irredento, hace compatible su odio al fútbol moderno siendo hooligan del Gernika Club, el mejor equipo del mundo hasta que alguien demuestre lo contrario, Juntaletras de novela negra con dos novelas publicadas, apasionado del baloncesto, cocinillas y sobre todas las cosas, muy frikie.
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