A poco que te pasees por la acera de la vida le Vas descubriendo contradicciones. Esa que surge cuando en la misma familia, un hermano bebé de las ubres del éxito y la gloria mientras que el otro se despeña en la ruina.
Se llama Iñigo. Gafoso e inquieto. De estos tipos que empieza a hablar y le recorre el cuerpo un calambre que hace que se dilate en una sílaba y se contraiga en la siguiente.
Anida en la acera de mi nueva oficina. Con un peto, de esos que se ponen los suplentes cuando salen a calentar por la banda. Con la grafía de una oenege que trata de emplumarte una suscripción bianual para proteger a una minoría afligida. La contradicción es que para trincar al suscriptor explotan a otra minoría, encabezada por Iñigo, que encima ve cómo el viandante le esquiva como hace el esquiador en un descenso alpino con las puertas.
Iñigo me conoce y me saluda risueño sin tratar de enjaretarme su producto. El día que lo intento le dije que había conocido cien con el peto y ninguno había conseguido ni salvar las focas del Ártico ni llegar a fin de mes.
Pienso en el oxímoròn que supone la oenege que para acabar con la esclavitud esclaviza al bueno de Iñigo que acabará trabajando en una cadena de producción en la que, por lo menos, no tendrá que ensamblar la conciencia ajena para atornillar su subsistencia.
Un tocomocho de los de toda la vida. Como el sorteo del oro de la Cruz Roja. Solidaridad gremial para que el fugitivo del paraíso que te endosa la rifa pueda seguir titilando.
Pero no de grandeza. Sino de pura subsistencia.