La evolución de nuestra sociedad se entiende por la senda del estilo decorativo de las viviendas. Por múltiples razones he entrado en muchas durante mis cincuenta y tres años de vida.
Eso ha hecho que germine en mi alma de palquista, que es como se llama a los ladrones que se introducen por balcones y ventanas. Siempre que he entrado en una casa, fuera la de mis abuelos maternos o los de una mujer, he avanzado con pudor, con la sensación de estar invadiendo su intimidad y su misterio.
Probablemente, me la inocularía aquella cotidiana educación cristiana en la que la vivienda era un lugar sacrosanto que no admitía especies invasoras, como ocurría con los mercaderes en la casa del Señor. Tantas veces me he avergonzado del vándalo al que, cuando le abren la puerta, avanza como si conquistara un territorio y se acomoda donde quiere. Altera el orden de las cosas y curiosea y hurga y se sirve bebida y abre el frigorífico y, cuando le invitan, devora la comida como si todo fuera suyo.
Las viviendas del tardofranquismo eran asepsia pura, si inspirabas se te clavaba en la pituitaria el aroma a estado de necesidad, a sufrimiento, el bozal que se autoimpusieron los perdedores de la guerra. Como en el exterior no había mas color que el blanco y el negro, no había tampoco dentro concesiones a la paleta de colores. Además, la vida entera transcurría en una cocina de fuego bajo, en donde siempre un presto borboteaba y de donde solo se salía para r trabajar o dormir. Con aquellas imágenes me pasa como con las fotos en sepia de mi familia, que aunque sonrían, sus rostros siguen mostrando la pena.
No eran tiempos de ornatos ni celebraciones, sino de utilitarismo y funcionalidad. Todo mueble tenia un uso. En una habitación estaba la cama para dormir, la silla para doblar la ropa, el armario para guardar la que no te ponías y la mesilla para dejar las gafas, la dentadura postiza y la biblia con marcador de borla. Como nadie viajaba no había recuerdos traídos de una y otra parte. A lo sumo la foto de la boda y la bendición papal.
En las de nuestros padres comenzó a germinar el desarrollismo. Y a partir de ahí, a apoderarse de ellas, como diría Chica9, el principio del horror vacui que, en la medida en la que pasaban los años era llevado al extremo. Paredes, estanterías y mesitas supletorias repletas de bagatelas ornamentales: fotografías, cuadros, muñecas de porcelana, paños de encaje, crucifijos, vírgenes, floreros, relojes, lámparas, ceniceros, costureros, cornucopias, espejos, recuerdos de Fatima, Lourdes, las Cuevas del Drach o representaciones incas de tu fecha de nacimiento. Y, presidiendo, la Enciclopedia Durvan con sus 23 tomos. Se trataba de que cualquier visitante percibiera que era aquella una morada de una familia viajaba y docta. Y para ello, no se escamoteaba en artificios.
Las casas que nos compramos nuestra generación eran, en la mayor parte de los casos, promociones nuevas, compradas por neoparejas que no habían descubierto como el amor tiende a gastarse, al fulgor de la política de las VPO, siempre con garaje directo. Colmenas de nuevas generaciones dispuestas a cambiar el mundo igual que quisieron cambiarlo, quedándose en grado de tentativa, las pretéritas. Se trataba de acumular metros cuadrados con habitaciones de niños que no existían, invitados que no llegaron, y cocinas con hornos pirolíticos, comprados para que el olor de cordero no se propagara cuando ninguno de los dos había preparado un cordero en su vida. Viviendas robustas y modernas para relaciones que, en la mayor parte de los casos, tarifaron cuando alguien decidió que le apetecía comer cordero y en casa nunca había.
Nuestros hijos consideran que la vivienda es un consumible y no un patrimonio. Y eso que ganan. La comparten, la alquilan, se la intercambian, pero no la sienten como propia. Descartan el dedicar recursos a una inversión que les limita su capacidad de descubrimiento y ocio. Abren una cuenta vivienda para desgravar y van encajando prorrogas, por pandemia, crisis de Ucrania, encarecimiento de los precios porque cuando tienes veinticinco años 10 más un 40% de tu vida, ni siquiera lo visualiza tu imaginación. Así que no pierden ni siquiera una hebra de esfuerzo en decorar algo que no sienten como suyo. Al igual que nadie se preocupa por la suciedad o la iluminación de un garaje comunitario.