La magia de la lectura es su capacidad de transportar tu mente. Tirando de imaginación, si se trata de una trama futurista o que transcurre en tiempo o lugar que no has conocido, o levantando la tapa de tus recuerdos. Esos que anidaban en un lugar de tu mente aunque los creyeras olvidado.
Justamente lo que me ha ocurrido al leer el “Ropa de Casa” de Martínez de Pisón.
Finales de los setenta. Aunque entonces no nos dábamos cuenta, chapoteábamos en un mundo en donde la palabra que lo definía todo era viejo, aun y cuando a nosotros no nos lo pareciera. El mobiliario urbano, la decoración de las viviendas, impregnadas tantas veces de la tristeza de sus dueños, los colegios, que no se despojaban de -la caspa tardofranquista, con palabras descatalogadas como encerado, tiza, plumier y todos cantando el soniquete de las cuatro reglas.
Era viejo sin pretensión siquiera de convertirse en antiguo, esa condición que permite a las cosas gozar de una segunda vida en otras manos (ver sino las tiendas vintage y su profusión). El futuro estaba a la vuelta de la esquina, los electrodomésticos, las televisiones en color, la balacera de novedades de los canales privados, con la profusión de color y carné de T5 y la seriedad lacónica de A3, una gama de vehículos más amplia que el Seat 600 y el 850. Y el cine mostrando el sueño americano, ese del que solo nos llegaban los Levis de contrabando y el Winston con etiqueta azul.
Pero ni siquiera lo intuíamos. Porque lo que nos rodeaba en nuestra rutina eran los puntos Elena que daban con el detergente, la vajilla Duralex que tenia algo de irrompible, y los vasos de chiquito con raya roja para garantizar la dosis.
La lechera con las cantinas abarrotadas de leche que había que cocer y que generaban una nata que algunos desayunábamos. La panadera que tiraba de un cajón de madera repleta de barras recién hechas que iba repartiendo en la bolsa de tela que dejábamos colgadas del tirador de la puerta y que no he vuelto a ver utilizar desde entonces.
Las cajas de arenques puestas al sol en los ultramarinos al lado de las tajadas de bacalao recubiertas de sal gruesa, los pimientos choriceros secándose al sol. Y el dependiente vestido con bata blanca, como el mecánico iba con mono azul de color falangista, y el maestro con guardapolvos negro.
La felicidad del blanco y negro, de la familia reunida el viernes a la noche, día de baño, viendo el Un, Dos, Tres, responda otra vez, y con el hermano pequeño revestido de mando a distancia, ya que era al que se obligaba a levantarse a cambiar.
Era gris pero los recuerdos son floridos, del color del arco iris.
Gracias Pisón.