Continuemos con la retahíla de lugares refractarios a la presencia de tipos con pedigrí foral:
1) Los locales de franquicias, cadenas o del estilo de los bajos de la Plaza Nueva.
No es que no te quieran, es que ni siquiera te ven. Si por alguna desventura vital tienes la mala suerte de caer por uno de ellos te ves completamente incapacitado para llegar a la barra. Te separa una muralla inalcanzable del rebaño de turistas que han aterrizado ese fin de semana y que van saltando de oca a oca a golpe de tiro de dado de guía, recomendación de internet o puntuación de otra de los mayores troleos de la modernidad el Tryp Advisor.
La tierra prometida de la consumición no llega nunca para ti a causa de lo que se demoran las brigadas internacionales ante aquel torrente de pinchos que muestran las vitrinas. Entre que el camarero no tiene el first por lo que no termina de hacerse explicar qué cojones es un bacalao confitado en anglosajón, y que el visitante no se ha visto en su vida en una de esas por lo que se toma su tiempo para atinar el bocado abandonas aburrido y cedes el sitio en la segunda fila a otro guiri.
Si hubieras llegado la lujuria culinaria se te hubiera quedado completamente morcillona a la la vista de aquel vomito de falta de autenticidad y el vino, malo de cojones, estaría caliente. Así que te has ahorrado un rejón y un mal rato, concluyes.
2) El Puente de La Salve.
Estoy convencido que alguna de esas guías, influencer, o enano mental con alma de Gulliver ha afirmado que, desde el puente, se puede aprehender el verdadero espíritu que emana del titanio del Guggenheim. Así, que la mano izquierda peatonal del puente es un continuo pastoreo del viajero accidental que ocupa la acera para inmortalizar otra foto destinada a ingresar, sin viaje de vuelta, en el cementerio moderno de las Redes Sociales.
En mi continuo peregrinar a Artxanda, me los topo continuamente y tengo que armarme de paciencia para esperar a que la gorda británica consume su mejor perfil para ser capturada por su novio de Brístol o la cuadrilla de ellos/ellas en el derrame propio de la despedida de soltero quepan en el selfie que perpetra la más iletrada.
En esas contradicciones que tienen las grandes ciudades a dos pasos se encuentra uno de los lugares más mugrientos y nauseabundos De la Villa; el pasadizo que cruza por debajo del puente para comunicar los dos ascensores de las entrañas de los pilares. Con vista a la Ria incluida para poder vomitar si no puedes aguantar la arcada.
3) El Funi de Artxanda.
Soy asiduo en la bajada tras desplomarme en las ascensión. Cuando en Bilbao era más difícil ver un turista que una tuna universitaria, en las cabinas viajabas ancho y cómodo. Acompañado no más de algún jugador del Moraza, de un padre en recogida del jugador, un usuario del polideportivo o alguno que dejaba el coche aparcado allí para ahorrarse los eurillos de la OTA.
Ahora, cuando el viajero de aluvión tiene como reto sacarse la foto en el mirador con las letras de Bilbao, algún viaje en verano te hace sentir como los judíos en la cámara de gas. Entre la estrechez de los ventanucos, las glándulas sudoríficas de la plebe, y la aversión a la ducha de muchos, sales en trance. Y con ganas de estrangular al imbecil que no se resiste a tratar sacar una foto para su estado de veinticuatro horas trasladando el movimiento por impulsión hasta el otro lado del vagón donde una joven tiene la cara tatuada por la trama de la ventanilla.