Cada familia va generando un diccionario de términos propios y usos verbales que sólo interpretas cuando perteneces a ella.
Cuando aterrizas en el rol de pareja, amigo o compañero de juegos, enseguida adviertes rápidamente que aquellos lodos no son los tuyos. Básicamente, porque no te enteras de nada como si estuvieran manejando una jerga calé.
Por ejemplo, en la mía se acostumbra a adicionar un diminutivo cariñoso a cualquier pareja que entre por los ojos. Así, si la nueva adquisición se llamará Ana, la llamarían Anita una y otra vez. Justo hasta que llegue el primer desaire o un alejamiento de la llamada de la sangre. En ese momento se le apearía el diminutivo para volver al nombre de pila seco.
Una bajada más en el escalón del afecto lleva a no volver a pronunciar la gracia y atizarles el pronombre demostrativo “ésta” o “éste”. Algo tan vasco como dejar de hablar de algo para hacer que desaparezca en la manga del mago.
Otra característica dinástica es que, como decía mi aita, hablamos para listos. Tenemos tan claro lo que queremos decir que obviamos la mitad de la información. Podemos largar un Cuando vas? a quemarropa pretendiendo que el destinatario de las dos palabras advierta las coordenadas de la localización y el sentido de la misión leyendo solo el interior de nuestra mente.
Luego tienes el nomenclator del poblado. En Gernika, menos de un 1% de los habitantes son llamados por su nombre. Nos dirigimos entre nosotros tirando de apodos, que en muchos casos se van heredando, y otro montón solo son conocidos por su pertenencia a una saga (los “Urri”). El bautismo se va sepultando y en ocasiones, a la propia pareja le cuesta recordar como se llamaba su novio.
Cuando durante las celebraciones familiares se comienzan a trazar sucedidos locales, el no versado se siente tan fuera de cacho como el ministro de cultura en la corrida concurso de la feria de Ceniicientos. Y eso genera refracción para los pegados que tratan de esquivar otra paella dominical con ridículas excusas de jaqueca e indisposición (palabra mentirosa y cursi donde las haya).
Otras costumbres que delatan a las familias son los hábitos con la compra. A uno le puede parecer una profanación meter los yogures con el cartón incorporado o las cervezas con el plásticazo del blister, mientras que la familia contraria piensa que se conservan mejor. Lo mismo ocurre con la parte exacta donde pegar el tajo a los puerros antes de refrigerarlos. Si antes o después del verde.
Pero lo que supone un abismo entre las neoparejas es la gestión de los envases. La primera crisis viene por los restos y reliquias. Las proles ahorradoras no tiran zumo o leche hasta el consumo de la última gota e incluso invierten el salmorejo o el tomate para no perder los últimos grumos (algo que a Chica9 le solivianta). Aquellas como ella, con origen patricio, tiran el envase cuando no da por para una dosis individual.
La verdadera prueba viene por la ingesta líquida. Las familias en donde sólo había hermanos acostumbraban a beber a gollete de las botellas, dabaigual agua, refresco o leche. Aquellas donde la preponderancia era femenina es causa de excomunión (con razón porque es una absoluta guarrada babear el cuello de la botella para que el siguiente se tome el jugo del caracol licuado).
Si superas media docena de celebraciones de familia cruzada y conduces un verano de temperaturas extremas a la bebida en vaso es que tu relación no tiene fronteras.