Un par de días bicheando por mi UrdaIbai me han dado qué pensar. No hago más que cruzarme con carreteras atestadas de coches que componen la larga cadena del ADN del nuevo verano vasco.
Cárcavas atestadas y turistas que solo ansían la victoria del llegar para después culminar con la búsqueda de bares y restaurantes con oferta de brunch de tuna patria. Matrimonios de paso , cuarentones con vástagos gafapastas, surferos con hambre, mirones de surferos con aura lastimera y vegetarianos conversos.
Traen a mi memoria un pegotón de imágenes que ya creía olvidadas. Domingos regresando de Bermeo o Busturia, coche atestado, cintas de cassette, carrusel deportivo con sus pitidos sincrónicos. Nos criamos acompañados del fauno local, en rededor de una marisma con agua estancada y limosa, fango hasta la rodilla, húmeda como un sexo de verde y sal, que se renovaba con cada marea.
Los pequeños jugábamos en las escamas blancas que resecaban a la bajada de la marea, embuchábamos cangrejos en el retel, o echábamos las tertzas en la desembocadura de la Ría para hacernos con piezas de pesca mayor. Pero lo importante era el proceso, nunca el resultado.
Vivíamos alzados con cangrejeras y trajes de baño que te acompañaban durante todo el verano. No sabías cuando iba a tocar salir con el chinchorro sumergirte en el fango hasta la cintura o bucear para liberar un ancla que garreaba.
Por eso te servia el mismo bañador, con manchas de mugre y goterones de engrudo del aceite de motor de la motora para pretender un beso robado en lo que quedaba de playa en bajamar.
Desprecintabas los días y ninguno era igual que el anterior. Cada viaje una aventura, como el anuncio de Renfe. Nada que se parezca a la vida urbana y ordenada de Chica9 en Abando o en su palacio de verano en Plencia.
Lo comparo con lo que treinta años después hacen nuestros hijos en verano. La versión oficial es que les hemos regalado un futuro más completo, elevado y mejor.
La realidad es que su tierra prometida durante la canícula es una escapada ardorosa a Conil o alrededores pintada como una larga borrachera sin resurrección. Con una semana de pleno al siete en garitos repletos de niños bien, y mañanas gomosas en playas o piscinas. Donde en el mejor de los casos acuden acompañados de bronceados mochileros, entre un surtido de rastas, pantalones pirata, sandalias tribales, argollas y tufo a perro.
Vestidos con la uniformidad átona de la ropa deportiva, lchanclas y las gorras de marca, Comprando pulseras de cuero industrial o tops de comercio justo para una novia dejada en el puerto de origen al que solo se recuerda la jornada del retorno. Bebiendo litros, fumando porros y perfectamente desaliñados con todos los complementos del jipiji, ese niño bien jugando a ser un tirao en la vida.
En verdad esto ha sido evolución de la sociedad?