Con lo que nos rondando en esta enésima ola, a la plebe está brotando el síndrome ”Harrison Ford”. Esa que tenía en las películas de Indiana Jones cuando corría en el laberinto de la bola que le iba a sepultar y la tierra desaparecía a sus pies.
En la misma semana, se han escapado por el tragaluz como los globos de helio con forma de cara de gato que nos compraban de críos nada más y nada menos: medio billón de comidas de Navidad con la correspondiente ruina hostelera, las cabalgatas de Reyes, el paseíllo de Olentzeros y PapaNoeles, la posibilidad de deambular sin móvil, y las citas clandestinas.
En la más pura práctica latina, hemos generado un bucle burocrático con el pasaporte covid. Te lo piden con aire de marcialidad, mucha alma de chusquero frustrado, y cuando enseñas un código QR, aunque sea el de la pizzería de tu barrio o la del pasaporte de Filemón Pi, echan la pata patras como los toreros medrosos.
Estos dos viernes decembrinos, otrora tierra quemada para mi por estar plagados de beodos navideños ataviados con cuernos de reno, matasuegras y demás atrezzo estimulante, solía recluirme en G7 con Chica9 donde echábamos el gancho.
Ahora, cuando no hay nadie que esquivar, salvo alguna grupeto, siempre de cuarentones masculinos inasequibles al desaliento, no voy a decir que les echo de menos pero casi. Para pasar el trago me he dedicado a recopilar enseres. De recuerdos de mi vida pasada, colecciones de cromos ochenteras, chapas de Luzil de ciclistas, novelas negras en primeras ediciones y con atención especial a esa patria que es la infancia para todos nosotros.
Todas esas cosas demuestran que una defensa ditirámbica puede, en muchas ocasiones, resultar bastante más eficaz que el más sesudo razonamiento jurídico. Sobre todo, «en los tiempos que corren»; expresión desgastada y deslucida que, desde la noche de los tiempos, todos predicamos sistemáticamente de los que nos ha tocado vivir, cuando no nos resultan favorables.