ANABELLE (I)

I

Cierre de las fronteras del país. Lo acababan de decretar las autoridades la noche anterior, invocando una tasa de contagios desbocada de una variante del virus desconocida hasta ese momento.

Nos dejaba atrapados en aquel hotel a una docena larga de europeos a los que, por una u otra razón, nos habían desplazado laboralmente hasta aquella latitud en donde poco podías hacer más que trabajar. En mi caso, se trataba de implementar en la delegación local de la multinacional en la que trabajaba un software de gestión (SAP) que le atornillase a la casa matriz. Me imagino que cada uno de los que, con caras largas, me rodeaba en el salon de desayunos penarían en aquel momento su propio motivo.

La primeras horas fueron frenéticas. Contactos con la embajada nacional, llamadas a casa, tratando de trasladar una tranquilidad de la que carecíamos, pérdida de control de los anglosajones demasiado acostumbrados durante siglos a campar a sus anchas. Explosiones emocionales para terminar adquiriendo conciencia de lo inevitable. Aquel cinco estrellas iba a ser nuestra jaula de oro durante un buen tiempo.

No quedaba más que resignarse y tratar de que la nueva realidad escociera lo menos posible. Y eso pasaba por crear una rutina en aquel sinsentido, en aquella disfunción en la que estábamos sumergidos, evitando pensar qué clase de delito podías haber cometido para hacerte merecedor de aquella penitencia.

Decidí crearme un horario, tratando de impostar una normalidad donde no la podía haber. Me despertaría a la misma hora, trabajaría durante la mañana, y, después de comer con el grupo, haría ejercicio en el gimnasio del hotel o me impondría como reto el dar diariamente quince mil pasos para cuyo control me acababa de descargar una aplicacíón al movil.

Como el infierno del humano esta empedrado de buenas intenciones, poco tarde en desaguar aquellas ínfulas de autocontrol. Justamente, lo que tardo el griego al que había conocido dos días antes en el bar del lobby en proponerme enjugar las penas en una party, (así la definió en el inglés macarrónico mediante el que nos relacionábamos), a celebrar en su habitación aquella noche. La convocatoria nos llegó a todos los huéspedes de aquel confinamiento tocando la puerta de las habitaciones en las que nos habían alojado a lo largo de una misma planta.

II

Allí la conocí. Apareció cuando ya media docena de los habitantes errabundos de la planta del hotel nos habíamos acomodado en la habitación del griego y comenzábamos a asaltar las reservas de su mini bar.

Nada me hizo reparar en ella. Todo en su aspecto irradiaba la corrección propia de los franceses. Vestimenta clásica, media melena, gafas de bibliotecaria y un cuerpo menudo cuyo torso escondía debajo de un suéter.

Saltaba a la vista que, si había acudido, era solo por aquel encuentro le brindaba la opción de romper la monotonía átona del agujero negro en el que se hallaba. Básicamente como el resto. No en vano, podia considerarse como una broma macabra del destino. Cuarenta y ocho días antes no éramos más que unos extraños que compartÍan temporalmente localización, y ahora nos arracimábamos como en un encuentro de viejos amigos.

Trasladaba su moderación gestual a un comportamiento pacato que hacia que midiera cada movimiento. A diferencia del resto de latinos, que nos lanzamos a las primeras de cambio a la búsqueda de las propiedades curativas del alcohol, ella se decantó por una tónica. Se limitaba a asentir ante la insulsa conversación atiborrada de onomatopeyas de un orondo ejemplar de nórdica que le había tocado en suerte como compañera de aquel cautiverio.

Paulatinamente, la reunion fue perdiendo integrantes. Fuera por la ingesta alcohólica o por el muermo de una asamblea que únicamente obedecía al contexto y en la que para colmo nos teníamos que comunicar en inglés. Nos fuimos apiñando y así fue como intercambiando nuestras primeras palabras.

La conversación con Anabelle, que era como se llamaba, fluyó desde el primer momento. Y como ocurre con las cosas verdaderas que entreveran la vida, lo hizo de manera natural, impulsada por esas reglas de la química que brota en ocasiones entre dos desconocidos.

Probablemente, influyó mi carácter reservado en los inicios de las relaciones, en los que me dedicó a observar para hacerme una composición de aquello que me rodea. Confluyó, sin duda, la necesidad de arrope recíproco que teníamos en aquellos momentos. Después de presentar nuestras respectivas credenciales personales y laborales, terminamos enredándonos en una conversación relativa a la dificultad de la tarea de compatibilizar exigencias profesionales con el rol de pareja. Por lo menos en mi caso, me sirvió para evadirme por un tiempo de la ausencia de oxigeno externo de aquella burbuja.

Cuando el griego, completamente achispado, comenzaba a dar cabezazos en el sillón de al lado, entendimos que no era cuestión de estirar la hospitalidad de nuestro anfitrión y nos dirigimos hacia nuestras habitaciones.

Aquel día me despidió con una sonrisa.

Etiquetas
Compartir
Acerca de Asier Guezuraga Asier Guezuraga Ugalde, nació en Busturia el 9/4/1972. Pasó su juventud en pleno corazón de la Bizkaia profunda, la villa de Gernika, de cuyos recuerdos se nutre este blog. Taurino irredento, hace compatible su odio al fútbol moderno siendo hooligan del Gernika Club, el mejor equipo del mundo hasta que alguien demuestre lo contrario, Juntaletras de novela negra con dos novelas publicadas, apasionado del baloncesto, cocinillas y sobre todas las cosas, muy frikie.
Posts relacionados
LAPONIA
PATRIMONIO (NACIONAL)
CHAVES NOGALES