Durante mis paseos urbanitas contempló como a la orilla de los contenedores de las ciudades grandes, esas en las que se sueña mucho y se duerme poco, se suele acumular aquellos residuos de la vida moderna. Muebles, trastos y, especialmente, aparatos tecnológicos abandonados a su obsolesencia funcional.
Me llama la atención que a la vuelta de mis andurreos la economía circular que mana del oportunismo ha hecho desaparecer los muebles y sólo quedan deshauciados el arte efímero de los cuadros de bodegones y partidos de polo y el las reliquias tecnológicas. Acaso con perfecta capacidad de funcionamiento pero abandonados por arcaicos, por cutres, porque cuesta más tunearlos que comprar uno nuevo en el Media Markt con suficiente memoria y velocidad para activar los nuevos programas.
Suelo pensar que, para avanzar, el hombre necesita abandonar residuos. La civilización se perfecciona en la misma proporción y velocidad en la que aumenta la chatarra, en la que deglute lo inservible. La basura tecnologica es el último precio a pagar por el éxito de la sociedad moderna.
Ocurre lo mismo en todos los ámbitos de la vida. La modernidad arrasa con todo lo que no se pliega a su dictadura. Sean los roles profesionales, el afilador o el orfebre, los nombres, llamarte Emperatriz Anatolio, o Zacarías, en homenaje de aquel que fundó la prole, suena a viejuno, a venganza de varilarguero resabiado.
Y lo del jantar es aún peor. Se abjura de la tradición culinaria, renegando de las salsas, la casquería, lo cartílaginoso y de la ingesta de grasas naturales que supone amarse un cabrito. Todo es modernidad y escasez, pero con el adjetivo saludable por delante llena más. Nunca he entendido ese complejo del idioma, en donde una cosa dicha en inglés, digamos Heathy o Casual Food, amerita el significado en castellano.
Y no sólo lo eso, sonó que lo licua y reduce. Como si fuera epítome de la modernidad.