Son malos tiempos para los que ejercitamos el noble arte de la improvisación. De ese repentinismo que acuñase mi compadre PR, por el que vas aviando el día en la media en la que la sucesión de actos o circunstancias se apodera de ti.
Con este rebrote del CV, o incluso mucho antes, actos tan domésticos o rutinarios como pueden ser darte un baño en la piscina pública exige anticipación, elección de cuadrante, reserva telemática y restricción del tiempo de baño. Y eso a un improvisador nato le mata.
No digamos ya comer en un restaurante, ir a un museo o comprar en una tienda. Tienes que revisar en internet, (y fiarte de él), si están abiertos y cerrados. Y no les puedes culpar que no hayan teñido redaños de subir la persiana y aún estén agazapados en la trinchera del ERE o, aunque les hayan dado el ICO, hayan tomado la juiciosa decisión de no perder aún más dinero abriendo.
Hasta la pasada semana, aquellos que acostumbramos a llegar un tramo después a todas las latitudes, nos olvidábamos la mascarilla, (hoy ya la dejas al lado de las llaves y la cartera), y el olvido te impedía usar un transporte público que exigía colgártela en la badana.
De la improvisación al automatismo, de lo espontáneo a lo enlatado, del andar avispado para dar el próximo paso, derrochando adrenalina, a predecirlo como si fuese el próximo paso de un escalador en la cordada mientras asciende la cara norte del Eigger. Síndrome de abstinencia por la ausencia de unas endorfinas con las que ametrallabas a tus órganos como en una balacera de tiempos de Pablo Escobar. Tu nueva normalidad.