La forma más sencilla de describir a Santiago Arregui era redactar un tratado sobre la bonhomía esculpida en el prototipo de vasco.
Nacido en Azpeitia, el mismo pueblo en el que Jesús, el dueño del Maipu, descartaba la existencia de genes pelotaris se afincó en Bilbao en su mocedad. Sólo de lunes a viernes, ya que en uno de los caracteres más repetidos en los vascos, durante el fin de semana la cabra tiraba al monte y no podía dejar de visitar su Azpeitia, y un pequeño refugio que se habíA montado a las faldas de Getaria, donde cultivaba sus dos principales pasiones, la culinaria y la familiar.
Además de la del toro, a la que se conectó en Bilbao de la mano de un club Cocherito en donde le conocimos Astorqui y yo.
Disfrutrador impenitente, con un fondo de cascarrabias, se hacía recordar, tal y como había destacado Raúl, por un distinguido bigote cano que cruzaba su orondo rostro, y por su impoluto gusto en el vestir, siempre en base de un terno clásico, al más puro estilo british, del que no se despojaba en ninguna estación del año.
Y embutido en el cual se aplicaba con fruición, como buen amante de lo consuetudinario, a todas las tradiciones patrias, entre las que para él destacaba la procesión del santo, que se celebraba en su Azpeitia natal en honor a San Ignacio de Loyola, todos los treinta y uno de julio.
Aunque nuestra edad distaba generaciones, y nuestro encaste, yo hijo de chilenos y absolutamente ajeno a la idiosincrasia de la Gipuzkoa profunda, y sobre todo, de un euskera que para el constituía su lengua materna, varias leguas más, siempre me distinguió por un especial afecto que favoreció la llamada que, interpretando la mirada que me había dirigido Astorqui, me correspondía hacer a mí.