Como ocurre con los borborigmos que atronan en tus tripas sin saber muchas veces el porquè, los recovecos de la memoria son capaces de conservar infinitas imágenes de un pequeño tramo de tiempo. Lleno de paradas en las cunetas hasta conseguir que pareciera larguísimo. Y en cambio, otras veces, atrochar a través de semanas, meses, años sin apenas recordar nada, como si todo se hubiera ido rompiendo a tu paso, como si transitara con los ojos vendados por un desierto sin hitos ni referencias.
Fermentos caprichosos que no obedecen a las leyes de la proporción ni del tiempo, de modo que unas veces producen luminosas explosiones y otras, vapores de niebla y humo que todo lo embadurnan de olvido.
Basta en ocasiones una visión recondita, un comentario o un sonido para que la compuerta de aquel viaje, persona, vivencia o anécdota se te abra en la memoria y te anegue los ojos de recuerdos. Cuando llevabas son acordarte desde el dia en el que vieras a Sanchez Drago comprar en las taquillas de la plaza de toros de Burgos una entrada de pago.
Una vez recuperas la película, la sucesión de los fotogramas no te abandona. Incluso, hilando uno con otro, vas rebañando referencias, instantes y efluvios que resucitan del enterramiento a una persona, una ciudad o la excursión que emprendiste allende mares con tus altas un domingo de resaca en el que tus endorfinas adolescentes te tiraban a quedarte cerca de aquella novia en grado de tentativa con lo que andabas ensoñoreado.
Se trata de ajustar el enfoque y quedarte con todo lo bueno que tuvo aquello, extrayendo la pulpa y asumiendo la pérdida de la corteza. La misma de la que te libraste tanto tiempo atrás. Pero sin cometer un error fatal. Tratar de poner a tiempo real la emoción o la aflicción retrospectiva.
Es cuestión de contexto que necesariamente ha de caer analizada con el uso de la moviola. Porque la realidad que se ha conservado en la barriga de la ballena de la memoria es la que tu has licuado, una vez macerada con el líquido amniótico del tiempo pasado desde que ocurrieron.
Es lo que pasa con el tiempo. Que nunca pasa igual para nadie. Exactamente por eso, nada puede dar más subidón que cruzarte década y media más tarde con un novio o novia que se conserve físicamente peor que tú. O al menos eso es lo que te parece a la luz de tu retina.